Observaciones sobre las antinomias
y el criterio de ponderación
Luis Prieto Sanchís *
1. Sobre las antinomias Suele decirse que existe una antinomia o contradicción normativa cuando dentro de un mismo sistema jurídico se imputan consecuencias incompatibles a las mismas condiciones fácticas, es decir, cuando en presencia de un cierto comportamiento o situación de hecho encontramos diferentes orientaciones que no pueden observarse simultáneamente. Por ejemplo, una norma prohibe lo que otra manda, o permite no hacer lo que otra ordena, etc.; desde la perspectiva del destinatario del Derecho, el caso es que no puede cumplir al mismo tiempo lo establecido en dos normas: si cumple la obligación vulnera una prohibición, si ejerce un derecho o un permiso incurre en un ilícito(1) . Las antinomias son muy frecuentes en cualquier Derecho, y es comprensible que así suceda, pues si bien solemos operar con la ficción de la coherencia del orden jurídico, como si éste tuviera su origen en un sujeto único y omnisciente - ficción seguramente conectada a la de la personificación del Estado - lo cierto es que ese conjunto de normas que llamamos Derecho positivo es el fruto de actos de producción normativa sucesivos en el tiempo y que responden además a intereses e ideologías heterogéneas. Por eso, aunque se presenten como una patología para el jurista, las antinomias son una consecuencia natural del dinamismo de los sistemas jurídicos y también, por qué no, de un cierto déficit de racionalidad del legislador, pues muchas antinomias podrían evitarse, bien absteniéndose de dictar normas contradictorias con otras precedentes, bien eliminando del sistema a estas últimas. Los criterios tradicionalmente utilizados para resolver las antinomias son bien conocidos: el jerárquico, en cuya virtud la ley superior deroga a la inferior; el cronológico, por el que la ley posterior deroga a la anterior; y el de especialidad, que ordena la derogación de la ley general en presencia de la especial(2) . Son numerosas las dificultades y peculiaridades que presentan estos criterios(3) , pero creo que todos ellos se caracterizan por lo que pudiéramos llamar su generalidad o vocación de permanencia, de manera que constatada una antinomia entre N1 y N2 siempre habrá de resolverse del mismo modo a la luz de cada criterio(4) : si N1 es superior a N2, deberá siempre preferirse N1; si N2 es posterior, será N2 la que deba imponerse también siempre; y lo mismo ocurre con la norma especial respecto de la general. Lógicamente, de los tres criterios enunciados, los dos primeros se muestran inservibles cuando la antinomia se produce dentro de un mismo documento legislativo, pues todos sus preceptos son perfectamente coetáneos y gozan del mismo nivel jerárquico(5) . En tales casos, sólo resulta procedente observar el criterio de especialidad, concibiendo la norma especial como una excepción a la disciplina prevista por la norma general. Pero excepción -insisto- que pretende operar en todos los casos: siempre que se dé el supuesto de hecho contemplado en la norma especial, deberá adoptarse la consecuencia jurídica que ella imponga sobre la prevista en la norma general. Por ejemplo, en la sucesión a la Corona de España se preferirá "el varón a la mujer" (art. 57,1 C.E.) y ésta es una norma especial frente al mandato de igualdad ante la ley del art. 14, que además expresamente prohibe discriminación alguna por razón de sexo(6) . Sin embargo, el criterio de especialidad en ocasiones también puede resultar insuficiente para resolver ciertas antinomias, concretamente aquellas donde no es posible establecer una relación de especialidad entre las dos normas. Supongamos un sistema normativo en el que rigen simultáneamente estas dos obligaciones: se deben cumplir las promesas y se debe ayudar al prójimo en estado de necesidad(7) . De la lectura de ambos preceptos no se deduce contradicción alguna en el plano abstracto, pues la obligación de cumplir las promesas y de ayudar al prójimo en ciertas situaciones, como tantos otros deberes impuestos por el Derecho, son perfectamente compatibles; y por eso, ni siquiera es posible decir cuál de las normas resulta más especial o más general. Pero el conflicto es evidente que puede suscitarse en el plano aplicativo; por ejemplo, si cuando me dispongo a asistir a una entrevista previamente concertada presencio un accidente y estoy en condiciones de auxiliar al herido, me encuentro ante el siguiente dilema: o acudo a la entrevista y entonces incumpliré la obligación de ayudar al prójimo, o atiendo a la víctima y entonces infringiré el deber de cumplir las promesas. Interesa advertir que no son dos obligaciones contiguas o sucesivas, de manera que el sujeto deje de estar sometido a una desde el momento en que es llamado al cumplimiento de la otra, sino que se trata de dos obligaciones superpuestas: el sujeto está llamado aquí y ahora al cumplimiento de ambas, pero ello es en la práctica imposible. Estas son las que podemos llamar antinomias contingentes o en cocreto(8) , o antinomias externas o propias del discurso de aplicación(9) , que deben diferenciarse de las antinomias en abstracto, internas o propias del discurso de validez. Trataré de explicarlo. Decimos que una antinomia es interna o en abstracto cuando los supuestos de hecho descritos por las dos normas se superponen conceptualmente, de forma tal que, al menos, siempre que pretendamos aplicar una de ellas nacerá el conflicto con la otra. Por ejemplo, una norma que prohibe el aborto y otra que permite el aborto terapéutico se hallan en una posición de conflicto abstracto, pues la especie de los abortos terapéuticos forma parte del género de los abortos; en consecuencia, o una de las normas no es válida o la segunda opera siempre como regla especial, es decir, como excepción constante a la primera. Podemos constatar la antinomia y adelantar su solución sin necesidad de hallarnos en presencia de un caso concreto. No parece ocurrir así con las antinomias contingentes o externas. Aquí no podemos definir en abstracto la contradicción, ni contamos con regla segura para resolverla. En el ejemplo antes comentado, cumplir las promesas y ayudar al prójimo son dos normas válidas que en abstracto resultan coherentes; sabemos que en algunos casos pueden entrar en conflicto, pero ni es posible determinar exhaustivamente los supuestos de colisión, ni tampoco establecer criterios que nos permitan otorgar el triunfo a una u otra. Es más, sólo en presencia de un caso concreto podemos advertir la concurrencia de ambas normas y sólo en ese momento aplicativo hemos de justificar por qué optamos en favor de una u otra, opción que puede tener diferente resultado en una caso distinto(10) . Para decirlo con palabras de Günther, "en el discurso de aplicación las normas válidas tienen tan sólo el status de razones prima facie para la justificación de enunciados normativos particulares tipo 'debes hacer ahora p'. Los participantes saben qué razones son las definitivas tan sólo después de que hayan aducido todas las razones prima facie relevantes en base a una descripción completa de la situación"(11) . Siguiendo el esquema de Ross, Guastini ha sugerido que estas antinomias contingentes o en concreto son del tipo parcial-parcial(12) . Ello significa que los ámbitos de validez de las respectivas normas son parcialmente coincidentes, de manera que en ciertos supuestos de aplicación entrarán en contradicción, pero no en todos, pues ambos preceptos gozan también de un ámbito de validez suplementario donde la contradicción no se produce. No estoy del todo seguro que nuestras antinomias no puedan ser del tipo total-parcial, de manera que una de las normas resultase conflictiva en todos sus supuestos de aplicación(13) , pero en todo caso lo importante es que, cuando se trata de reglas, las antinomías del tipo parcial-parcial pueden descubrirse en abstracto, esto es, presentan supuestos de aplicación parcialmente coincidentes que podemos catalogar de forma exhaustiva; lo que no sucede con los conflictos de los que aquí nos vamos a ocupar. Estos se caracterizan básicamente porque la colisión sólo se descubre, y se resuelve, en presencia de un caso concreto, y los casos en que ello ocurre resultan a priori imposibles de determinar. Estos conflictos no son infrecuentes en Derecho y tampoco constituyen una novedad propia del régimen constitucional, pero han cobrado una particular relevancia y, tal vez también, una fisonomía especial en el marco de la aplicación de los documentos constitucionales dotados de un importante contenido sustantivo, de una densidad material desconocida en el viejo constitucionalismo que, por ejemplo, fuera descrito por Kelsen. Así, la libertad de expresión y el derecho al honor están recogidos en normas válidas y coherentes en el plano abstracto, pero es obvio que en algunos casos entran en conflicto; concretamente, en aquellos casos en que, ejerciendo la libertad de expresión, se lesiona el derecho al honor. Si otorgamos preferencia al art. 20 la conducta del sujeto se verá amparada por el régimen de derechos fundamentales; si nos inclinamos por el art. 18, que recoge también un derecho fundamental pero en favor de otro sujeto, habremos de imponer la pena prevista para el delito de injurias o calumnias(15) . Del mismo modo, el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24) no tiene por qué entrar necesariamente en conflicto con el ejercicio de las competencias que la Constitución encomienda al legislador en orden a regular los procedimientos jurisdiccionales (art. 117,3); más bien al contrario, la regulación legal de esos procedimientos parece una condición indispensable para hacer efectivo el derecho a la jurisdicción. Sin embargo, también es claro que el conflicto puede plantearse si, por ejemplo, la ley arbitra condiciones o requisitos que, estén o no justificados por las exigencias de una buena administración de justicia, terminasen cercenando el derecho a la jurisdicción(15) . En abstracto, es imposible decidir en favor del derecho fundamental o en favor de las facultades de configuración que corresponden al legialador - y que, a su vez, pueden servir a la seguridad jurídica (art. 9,3) o a otros derechos fundamentales - y sólo en presencia de un supuesto concreto, en este caso de un requisito procesal establecido por la ley, podemos inclinarnos por una de las opciones. Incluso cabe decir que algunos conflictos no son circunstanciales o contingentes, sino necesarios: así, entre el art. 9,2, que estimula acciones en favor de la igualdad sustancial, y el art. 14, que proclama la igualdad ante la ley, se produce un conflicto necesario, en el sentido de que siempre que se trate de arbitrar una medida en favor de la igualdad social o sustancial para ciertos individuos o grupos nos veremos obligados a justificar cómo se supera el obtáculo del art. 14, que nos ofrece una razón en sentido contrario. En realidad, lo que ocurre con el principio de igualdad es que la Constitución no suministra la descripción de las situaciones de hecho que imponen, como razón definitiva, un tratamiento jurídico igual o desigual; no sabemos, desde la Constitución, qué personas y circunstancias, ni a efectos de qué, han de ser tratados de un modo igual o desigual. Esto es algo que no cabe resolver en abstracto, sino en presencia de los casos de aplicación. Entre el art. 9,2 y el 14 es obvio que no existe una relación jerárquica o cronológica, pero tampoco de especialidad, dado que precisamente carecemos de una tipificación de los supuestos de hecho que nos permita discernir cuándo procede otorgar preferencia a uno u otro. Y, sin embargo, el conflicto resulta irremediable, pues siempre que deseemos construir igualdades de facto habremos de aceptar desigualdades de iure; pero ese conflicto hemos de resolverlo en el discurso de aplicación o ante el caso concreto. De lo dicho cabe observar que algunas antinomias, aquellas en las que resultan operativos los criterios tradicionales, sólo pueden resolverse de alguna de estas dos formas: o una de las normas en conflicto no es válida o no es vigente por entrar en contradicción con otra norma superior o posterior(16) ; o una de las normas actúa como excepción a la otra, precisamente en virtud del principio de especialidad(17) . Suele decirse que estas son las modalidades de antinomia que adoptan las reglas, que justamente se distinguirían de los principios por la forma de entrar en contradicción, y de resolverlo. Los principios, en efecto, se caracterizarían porque nunca son mutuamente excluyentes en el plano abstracto y, si llegasen a serlo, se convertirían en reglas; sus eventuales contradicciones no desembocan en la declaración de invalidez de uno de ellos, ni tampoco en la formulación de una cláusula de excepción en favor de otro, sino en el establecimiento caso por caso de una relación de preferencia condicionada, de manera que en ocasiones triunfará un principio y otras veces su contrario. Por eso, desde esta perspectiva, resulta impropio decir que algunas normas son principios y que, por ello, sus conflictos se resuelven de cierta forma. Es más ajustado afirmar que ciertos conflictos normativos han de resolverse del modo últimamente indicado y que entonces las normas reciben el nombre de principios. Por ejemplo, resulta corriente atribuir a la igualdad la condición de principio, y con razón, pues su aplicación suele resolverse en esa preferencia caso por caso, pero no cabe excluir por hipótesis que funcione como regla; así, si se pretendiese dar entrada en la Constitución al principio de apartheid o segregación racial uno de los dos habría de resultar necesariamente inaválido u operar como excepción permanente.(18) . Interesa advertir que, a mi juicio, esta fisonomía de principios es la que adoptan los derechos fundamentales cuando en su aplicación entran en conflicto con otros derechos o bienes constitucionales, o cuando son objeto de limitación por el legislador. Lo cual significa aceptar que entre el derecho y su límite se entabla un verdadero conflicto, de manera que sus respectivos supuestos de hecho presentan un ámbito de validez parcialmente coincidente; y que dicho conflicto no puede resolverse mediante un criterio de especialidad. Pero la opinión que acabo de formular no es compartida desde algunas posiciones doctrinales y requiere una explicación. Hay quien estima, en efecto, que los derechos fundamentales pueden concebirse como perfectamente delimitados desde la Constitución y que, por tanto, entre ellos y sus "límites" existiría algo así como una frontera infranqueable, de manera que operarían como reglas a las que en su caso sería de aplicación el criterio de especialidad: o mi conducta queda tutelada por un derecho y entonces no puede ser restringida o, por el contrario, me muevo en los márgenes externos al derecho fundamental y entonces cualquier norma legal podría imponer restricciones. Dicho de otro modo: o bien la ley o medida limitadora penetra en el recinto prohibido y entonces es inválida, o bien no lo hace y entonces el asunto nada tiene que ver con el régimen de los derechos; es verdad que en este último caso una norma imperativa que condicione la conducta de los ciudadanos puede parecer prima facie como una limitación, pero si, tras la debida interpretación, resulta que no afecta a la esfera tutelada por los derechos o encuentra cobertura en alguna de sus cláusulas de limitación, su validez será incuestionable y su aplicación no dará lugar a conflicto alguno. Si no me equivoco, entre nosotros fue I. de Otto el primero en formular una tesis semejante: la cuestión reside en la "delimitación conceptual del contenido mismo del derecho, de forma que lo que se llama protección de otro bien constitucional no exige en realidad una limitación externa de los derechos y libertades, porque las conductas de las que deriva la eventual amenaza del bien de cuya protección se trata sencillamente no pertenecen al ámbito del derecho fundamental"(19) . Esto significa que entre el derecho y su límite no existiría propiamente antinomia porque sus respectivos supuestos de hecho estarían incomunicados; o, de existir conflicto entre el derecho que permite y la ley que prohibe, operaría una relación de especialidad. No creo que esta sea una perspectiva correcta, aunque tampoco puedo aquí desarrollar una respuesta articulada(20) . Intentaré mostrar sólo alguna de sus consecuencias y para ello tomaré prestado un ejemplo del propio De Otto: "el problema de una secta religiosa nudista no es un caso de libertad religiosa, sino de manifestación externa del culto, que en nuestro ordenamiento está sometido al límite del orden público"(21) . Ciertamente, que el nudismo constituya una alteración del orden público es algo que quizás hoy algunos jueces no aceptarían, pero en todo caso la situación es la siguiente: quien considere que el nudismo forma parte de la libertad de culto y no incide en el concepto actual de orden público, deberá juzgar ilegítima toda norma que limite o restrinja su práctica, al menos por lo que se refiere al siempre discutible contenido esencial; quien, por el contrario, siga pensando que dicha conducta está integrada en el ámbito de la cláusula limitadora, deberá aplicar sin más la norma de limitación, pues según esta perspectiva nos encontramos ya fuera de la esfera de los derechos. Pero me parece que las cosas no tienen por qué presentase en estos términos, dado que es perfectamente verosímil que un mismo comportamiento quede encuadrado en dos normas de sentido contrario y que esas normas, sin embargo, no resulten conflictivas en abstracto, sino sólo en algunos supuestos de aplicación. Resulta algo artificioso establecer nítidas fronteras jurídicas allí donde no existen fronteras materiales; no hay ninguna dificultad para decir que una cierta conducta representa el ejercicio de un derecho y que es, al mismo tiempo, una conducta ilícita, por más que el asunto deba cerrarse lógicamente con una sola respuesta. Por eso, porque el nudismo puede considerarse ejercicio de la libertad de culto y, al mismo tiempo, vulneración del orden público, la constitucionalidad de una eventual ley reguladora quedaría sometida a debate; tal vez algunos de sus preceptos - v. gr. el que impusiere una pena de privación de libertad - sería considerado una limitación injustificada del derecho, y otro - por ejemplo, el que estableciese alguna condición o requisito - podría ser calificado como legítimo. Si en la práctica del nudismo no estuviera en juego un derecho, ¿en virtud de qué podría considerarse desproporcionada una pena de privación de libertad?(22) ; y si no estuviese en juego el límite, ¿en virtud de qué podrían imponerse restricciones al derecho?. La opinión que venimos criticando entraña lo que Alexy ha llamado una "teoría estrecha del supuesto de hecho" de los derechos fundamentales(23) , esto es, una teoría que se considera capaz de dibujar con precisión el contenido objetivo de cada derecho fundamental o las modalidades específicas de su ejercicio, excluyendo del ámbito protegido aquellas conductas que sean además otra cosa (por ejemplo, un atentado a la seguridad colectiva, a la salud pública, etc) o que entren en colisión con normas generales. Pero no hay por qué compartir esta teoría. Del mismo modo que el deber de cumplir las promesas no queda en suspenso siempre que entra en juego el deber de ayudar al prójimo, así también el ejercicio de una libertad no deja de ser ejercicio de una libertad porque la conducta sea también subsumible en el supuesto de hecho de una norma limitadora. Esto me parece especialmente cierto cuando examinamos derechos sumamente genéricos o capaces de amparar conductas muy heterogéneas, como es el caso de la libertad de conciencia, que la Constitución reconoce como libertad ideológica y religiosa (art.16). ¿Hasta dónde llega esa libertad? o, dicho de otro modo, ¿qué género de obligaciones jurídicas podemos considerar que interfieren - legítima o ilegítimamente, esto es ahora lo de menos - en dicha libertad?. A la vista de la variedad de credos y códigos morales, no resulta fácil indicar alguna conducta que no haya sido considerada alguna vez indispensable para la salvación, por más que hoy nos resulte extraña en nuestra cultura o que incluso podamos juzgarla comprendida dentro del límite del orden público(24) . Pero lo dicho me parece cierto también para los demás derechos y límites, sin excluir a los que pudiéramos llamar límites conceptuales(25) . Estas consideraciones hablan en favor de una teoría amplia del supuesto de hecho como la planteada por Alexy(26) , que supone una interpretación amplia de los enunciados relativos a derechos, de manera que todo comportamiento o posición individual que presente al menos una propiedad subsumible en el supuesto de hecho, debe ser considerado, en principio, como una manifestación específica de la libertad fundamental. Pero hemos dicho "en principio" y esto merece subrayarse: una concepción como la aquí sostenida no significa que la conducta del nudista (o la del artista empeñado en pintar en la calzada de un cruce de calles, o la de la confesión religiosa que pretende realizar una procesión o concentración de personas en una situación de epidemia, que son los ejemplos comentados por Alexy) haya de gozar "en definitiva" de tutela jurídica. Esto sería absurdo y conduciría a la propia destrucción del sistema de libertades. Significa -lo que no es poco- que el problema debe ser tratado como un conflicto entre bienes constitucionales, más concretamente, como un conflicto entre unas razones que abogan en favor de la libertad individual y otras que lo hacen en favor de su restricción. Lo que "en definitiva" debe triunfar será el resultado de una ponderación en los términos que luego veremos. Una reciente y discutida sentencia del Tribunal Constitucional puede resultar ilustrativa de esa concepción amplia del supuesto de hecho(27) . Comienza confirmando el Tribunal que la cesión de espacios de propaganda electoral en favor de E.T.A. constituye un delito de colaboración con banda armada y, por tanto, que si bien se trata de la difusión de ideas u opiniones, dicha conducta no representan une ejercicio lícito de la libertad de expresión o de los derechos de participación política. Pero, ¿significa esto que entonces hemos abandonado por completo el territorio de los derechos?. Si así fuera, aquí debió terminar la argumentación, con la consiguiente desestimación del recurso de amparo; pero no ocurrió nada de esto: ni la concurrencia de un derecho impidió apreciar la existencia de un delito, ni la existencia de un delito impidió considerar la eficacia de un derecho. En efecto, la argumentación del Tribunal prosigue diendo que lo anterior "no significa que quienes realizan esas actividades no estén materialmente expresando ideas, comunicando información y participando en los asuntos públicos" y, aunque se muevan en el campo de la ilicitud penal, todavía pueden beneficiarse de un juicio de ponderación que sopese la gravedad de la pena impuesta con la gravedad de su conducta; juicio que, por cierto, desembocó en la estimación del recuso de amparo por violación del principio estricto de proporcionalidad. Un principio que, como luego veremos, es aplicable cuando está en juego el ejercicio de derechos fundamentales; de donde se puede deducir que en el caso examinado no se trataba de una conducta "al margen" de los derechos, sino del ejercicio de un derecho en conflicto con una limitación penal y, por eso, porque había un conflicto, fue viable la ponderación(28) . Así pues, en el sistema jurídico nos encontramos con normas que, pudiendo convivir en abstracto, resultan tendencialmente contradictorias en su aplicación práctica, sin que resulten eficaces o convincentes los medios tradicionales de resolución de antinomias. Tales conflictos se caracterizan porque entre las normas en cuestión no existen fronteras nítidas, de manera que la aparición de un caso contemplado en el supuesto de hecho de una de ellas desplace siempre y necesariamente a la otra. Pero como, en definitiva, el caso ha de ser resuelto mediante el triunfo de una de las normas en pugna, es preciso considerar qué tipo de argumentación procede utilizar. Como hemos adelantado, este género de antinomias presenta una particular importancia en la esfera constitucional, no sólo porque en ella se muestren inservibles los criterios jerárquico y cronológico, sino también porque las Constituciones actuales son documentos con un fuerte contenido material de principios y derechos sustantivos que no responden a un esquema homogéneo y cerrado de moralidad y de filosofía política(29) . 2. Sobre la ponderación Pues bien, como venimos diciendo, el modo de resolver los conflictos entre principios recibe el nombre de ponderación, aunque a veces se habla también de razonabilidad, proporcionalidad o interdicción de la arbitrariedad(30) , y su regla constitutiva puede definise así: "cuanto mayor sea el grado de la no satisfacción o de afectación de un principio, tanto mayor tiene que ser la importancia de la satisfacción de otro"(31) . La ponderación parte, pues, de la igualdad de las normas en conficto, dado que, si no fuese así, si existiera un orden jerárquico o de prelación que se pudiera deducir del propio documento normativo, la antinomia podría resolverse de acuerdo con el criterio jerárquico o de especialidad. En palabras del Tribunal Constitucional, "no se trata de establecer jerarquías de derechos ni prevalencias a priori, sino de conjugar, desde la situación jurídica creada, ambos derechos o libertades, ponderando, pesando cada uno de ellos, en su eficacia recíproca"(32) . Por eso, la ponderación conduce a una exigencia de proporcionalidad que implica establecer un orden de preferencia relativo al caso concreto. Lo característico de la ponderación es que con ella no se logra una respuesta válida para todo supuesto, no se obtiene, por ejemplo, una conclusión que ordene otorgar preferencia siempre al deber de mantener las promesas sobre el deber de ayudar al prójimo, o a la seguridad pública sobre la libertad individual, o a los derechos civiles sobre los sociales, sino que se logra sólo una preferencia relativa al caso concreto que no excluye una solución diferente en otro caso; se trata, por tanto, de una "jerarquía móvil"(33) que no conduce a la declaración de invalidez de uno de los bienes en conflicto, ni a la formulación de uno de ellos como excepción permanente frente al otro, sino a la preservación abstracta de ambos, por más que inevitablemente ante cada caso de conflicto sea preciso reconocer primacía a uno u otro. Dado ese carácter de juicio a la luz de las circunstancias del caso concreto, la ponderación o, al menos, la ponderación entre principios constitucionales constituye una tarea esencialmente judicial. No es que el legislador no pueda ponderar. En un sentido amplio, lo hace irremediablemente cuando sus regulaciones privilegian o acentúan la tutela de un principio en detrimento de otro(34) , pero, al margen de que esas regulaciones puedan ser objeto de revisión por el Tribunal Constitucional, que "ponderará" la adecuación o corrección de la previa "ponderación" legislativa, lo que a mi juicio no puede hacer el legislador es eliminar el conflicto entre principios de un modo definitivo mediante una norma general(35) , pues eliminar la colisión con ese carácter de generalidad requeriría postergar en abstracto un principio en beneficio de otro y, con ello, establecer por vía legislativa una jerarquía entre preceptos constitucionales que, sencillamente, supondría asumir un poder constituyente. Aunque es corriente decir que determinada decisión o norma jurídica es objeto de ponderación, lo cierto es que la ponderación se establece y viene a resolver un conflicto entre normas del mismo nivel jerárquico, singularmente entre normas constitucionales. Lo que ocurre es que en la ponderación, junto a esas dos normas, hay siempre un tercer elemento, si bien ese tercer elemento puede ser de distinta naturaleza. Puede tratarse, en primer lugar, de un precepto legal que sea objeto de enjuiciamiento abstracto por parte del Tribunal Constitucional. La ponderación dará lugar entonces a una declaración de invalidez cuando se estime que, en todas las hipótesis de aplicación posibles, resulta injustificadamente lesivo para uno de los principios en juego; por ejemplo, si se acuerda que una ley penal establece una pena irracional o absolutamente desproporcionada para la conducta tipificada, o si se juzgan también desproporcionadas o fútiles las exigencias legales para el ejercicio de algún derecho. Pero, si la ley contempla supuestos de aplicación no lesivos, cabe también una sentencia interpretativa que indique qué significados de la misma resultan inaceptables o cuál o cuáles pueden considerarse válidos. Sin embargo, la virtualidad más apreciable de la ponderación quizá no se muestre en el juicio abstracto de leyes, sino en los casos concretos donde se enjuician comportamientos de los particulares o de los poderes públicos. No se trata sólo de mantener el necesario respeto a la legítima discrecionalidad del legislador, que no ejecuta la Constitución, sino que tan sólo se mueve dentro de ella, como reiteradamente recuerda el Tribunal Constitucional(36) . Lo que ocurre es que la ponderación o el juicio de proporcionalidad resultan procedimientos idóneos para resolver casos donde entran en juego principios tendencialmente contradictorios que en abstracto pueden convivir sin dificultad, como pueden convivir - es importante destacarlo - las respectivas leyes que constituyen una especificación o concreción de tales principios. Así, cuando un juez considera que, pese al carácter injurioso de una conducta y pese a resultar de aplicación el tipo penal, debe primar sin embargo el principio de la libertad de expresión, lo que hace es prescindir de la ley punitiva pero no cuestionar su constitucionalidad. Y hace bien, porque el tipo penal no es inconstitucional, sino que ha de ser interpretado de manera tal que la fuerza del principio que lo sustenta (el derecho al honor) resulte compatible con la fuerza del principio en pugna, lo que obliga a reformular los límites de la figura delictiva en cada caso a la luz de las exigencias de la libertad de expresión. Sólo si considerase que el precepto legal constituye en sí la violación de un principio o derecho constitucional, impidiéndole entonces ponderar, procedería plantear la correspondiente cuestión de inconstitucionalidad. Desde esta perspectiva, es claro que la ponderación se ha convertido en un formidable instrumento de justicia constitucional en manos del juez ordinario; como es obvio, éste no puede verificar un control de validez de las leyes, pero sí moverse con relativa libertad merced a la ponderación. Detrás de toda regla late un principio constitucional, como detrás de todo conflicto jurídico medianamente serio es posible advertir un problema constitucional y, en tales condiciones, las colisiones entre principios surgen inevitablemente o se construyen con facilidad. Pero la ponderación no es una simple apelación al buen juicio o al sentido común, sino que ha sido objeto de una elaboración jurisprudencial y teórica bastante cuidadosa(37) . En España el Tribunal Constitucional viene haciendo uso desde época temprana del juicio de ponderación, si bien parece que hasta la sentencia 66/1995 no fijó con nitidez las concretas exigencias o pasos que comprende(38) y que pueden resumirse en cuatro. Primero, que la medida enjuiciada presente un fin constitucionalmente legítimo como fundamento de la interferencia en la esfera de otro principio o derecho, pues si no existe tal fin y la actuación pública es gratuita, o si resulta ilegítimo desde la propia perspectiva constitucional, entonces no hay nada que ponderar porque falta uno de los términos de la comparación. Así lo ha expresado el Tribunal Constitucional: resulta imposible ensayar cualquier ponderación "si el sacrificio de la libertad que impone la norma persigue la preservación de bienes o intereses, no sólo, por supuesto, constitucionalmente proscritos, sino ya también socialmente irrelevantes"(39) . Ciertamente, no queda del todo claro si el fin perseguido con la norma o actuación enjuiciada ha de coincidir con un principio o valor constitucional o basta cualquiera que no esté proscrito. En linea de principio, pudiera pensarse que la ponderación se establece entre normas del mismo nivel jerárquico, es decir, entre fines con igual respaldo constitucional, pero creo que en la práctica puede existir una deferencia hacia el legislador, un respeto hacia su autonomía política - que, en verdad, constituye en sí misma un valor constitucional - de manera que se acepten como fines legítimos todos aquellos que no estén prohibidos por la Constitución o resulten abiertamente incoherentes con su marco axiológico(40) . En segundo lugar, la máxima de la ponderación requiere acreditar la adecuación, aptitud o idoneidad de la medida objeto de enjuiciamiento en orden a la protección o consecución de la finalidad expresada; esto es, la actuación que afecte a un principio o derecho constitucional ha de mostrarse consistente con el bien o con la finalidad en cuya virtud se establece. Si esa actuación no es adecuada para la realización de lo prescrito en una norma constitucional, ello significa que para esta última resulta indiferente que se adopte o no la medida en cuestión; y, entonces, dado que sí afecta, en cambio, a la realización de otra norma constitucional, cabe excluir la legitimidad de la intervención(41) . En realidad, este requisito es una prolongación del anterior: si la intromisión en la esfera de un bien constitucional no persigue finalidad alguna o si se muestra del todo ineficaz para alcanzarla, ello es una razón para considerarla no justificada. Pero también aquí se abren algunos interrogantes(42) ; por ejemplo, si el juicio de adecuación ha de tomar en consideración el momento en que se dictó la norma o debe proyectarse sobre el momento posterior en que se enjuicia; si el Tribunal puede verificar un juicio técnico, valorando las consecuencias económicas o sociales de la medida discutida, o si ha de conformarse con un genérico control de razonabilidad que dé por válido el juicio técnico realizado por los podres públicos en tanto no resulte manifiestamente absurdo o infundado: al parecer, en relación con las leyes, su falta de efectividad no resulta justiciable(43), aunque el propio Tribunal no ha dejado de considerar esa circunstancia en algunos casos(44) . La intervención lesiva para un derecho o principio constitucional ha de ser, en tercer lugar, necesaria; esto es, ha de acreditarse que no existe otra medida que, obteniendo en términos semejantes la finalidad perseguida, no resulte menos gravosa o restrictiva. Ello significa que si la satisfacción de un bien constitucional puede alcanzarse a través de una pluralidad de medidas o actuaciones, resulta exigible escoger aquella que menos perjuicios cause desde la óptica del otro principio o derecho en pugna(45) . No cabe duda que el juicio de ponderación reclama aquí de los jueces un género de argumentación positiva o prospectiva que se acomoda con alguna dificultad al modelo de juez pasivo propio de nuestro sistema, pues no basta con constatar que la medida enjuiciada comporta un cierto sacrificio en aras de la consecución de un fin legítimo, sino que invita a "imaginar" o "pronosticar" si ese mismo resultado podría obtenerse con una medida menos lesiva. De ahí, tal vez, que el Tribunal Constitucional se haya mostrado muy circunspecto a la hora de utilizar este juicio, al menos cuando se trata de controlar al legislador: éste goza de un amplio margen de apreciación y la labor de ponderación "se ciñe a comprobar si se ha producido un sacrificio patentemente innecesario de los derechos..., de modo que si sólo a la luz del razonamiento lógico, de datos empíricos no controvertidos y del conjunto de sanciones que el mismo legislador ha estimado necesarios para alcanzar los fines de protección análogos, resulta evidente la manifiesta suficiencia de un medio alternativo menos restrictivo de derechos para la consecución igualmente eficaz de las finalidades perseguidas por el legislador, podría procederse a la expulsión de la norma..."(46) . Finalmente, la ponderación se completa con el llamado juicio de proporcionalidad en sentido estricto que, en cierto modo, condensa todas las exigencias anteriores. En pocas palabras, consiste en acreditar que existe un cierto equilibrio entre los beneficios que se obtienen con la medida limitadora en orden a la protección de un bien constitucional o a la consecución de un fin legítimo y los daños o lesiones que de la misma se derivan para el ejercicio de un derecho o para la satisfacción de otro bien o valor; aquí es propiamente donde rige la ley de la ponderación, en el sentido de que cuanto mayor sea la afectación producida por la medida en la esfera de un principio o derecho, mayor o más urgente ha de ser también la necesidad de realizar el principio en pugna. A mi juicio, esta proporcionalidad en sentido estricto puede suscitar dos problemas. El primero es que la terminología de "costes y beneficios" estimule una interpretación meramente economicista que no me parece adecuada. Los costes y beneficios no han de entenderse, pues, en términos dinerarios, ni siquiera tampoco en términos cuantitativos, sino que se refieren al grado de lesión y satisfacción de bienes o principios constitucionales, todos igual de importantes en abstracto, que a veces tutelan posiciones o expectativas valiosas para un solo individuo, cuya satisafacción resulta constitucionalmente tan relevante como la de aquellos otros que protegen intereses colectivos. El segundo problema aparece cuando la proporcionalidad en sentido estricto se hace valer en el enjuiciamiento de normas generales y más concretamente de leyes. Aquí el carácter consecuencialista del argumento bien podría desembocar en una ablación, en una eliminación absoluta de uno de los principios en pugna, y ello ocurrirá cuando la necesidad y la urgencia de atender a un fin valioso e importante mostrase como justificada la postergación general de otro bien o derecho. En materia de derechos fundamentales, esta es una consecuencia que puede evitarse a través de la cláusula del contenido esencial(47) , pues, cualquiera que sea su discutido alcance, debe al menos servir como contrapunto a los argumentos ponderativos(48) ; sería algo así como la traducción jurídica de la vieja pretensión de los derechos de situarse como derechos absolutos, al margen del regateo político y del cálculo de intereses sociales, por importantes que estos puedan ser. Pero, con carácter general, existe otro argumento contra la posible eliminación o lesión absoluta de algún principio constitucional que deriva del propio carácter de la ponderación; y es que ésta ha de partir y ha de culminar en la preservación de todas las normas constitucionales consideradas en abstracto, en el nivel de la validez, sin cancelar en ese nivel su tendencial conflicto, y una ley que afectase de modo definitivo al nucleo de algún principio, aun cuando justificada en una perspectiva consecuencialista, equivaldría a una jerarquización o al establecimiento de una clásula de excepción en favor de algún bien constitucional; y ello, como hemos indicado, supondría una tarea constituyente. No creo que pueda negarse el carácter valorativo y el margen de discrecionalidad que comporta el juicio de ponderación(49) . Cada uno de los pasos o fases de la argumentación que hemos descrito supone un llamamiento al ejercicio de valoraciones: cuando se decide la presencia de un fin digno de protección, no siempre claro y explícito en la decisión enjuiciada; cuando se examina la aptitud o idoneidad de la misma, cuestión siempre discutible y abierta a cálculos técnicos o empíricos; cuando se interroga sobre la posible existencia de otras intervenciones menos gravosas, tarea en la que el juez ha de asumir el papel de un diligente legislador a la búsqueda de lo más apropiado; y, en fin y sobre todo, cuando se pretende realizar la máxima de la proporcionalidad en sentido estricto, donde la apreciación subjetiva sobre los valores en pugna y sobre la relación "coste-beneficio" resulta casi inevitable. Pero creo que esto tampoco significa que la ponderación estimule un subjetivismo desbocado o una creación judicial hata ahora inédita, ni que sea un método vacío o conduzca a cualquier consecuencia, pues si bien no garantiza una y sólo una respuesta para cada caso práctico, sí nos indica qué es lo que hay que fundamentar para resolver un conflicto constitucional, es decir, hacia dónde ha de moverse la argumentación, a saber: la justificación de un enunciado de preferencia (en favor de un principio o de otro, de un derecho o de su limitación) en función del grado de sacrificio o de afectación de un bien y del grado de satisfacción del bien en pugna. Como dice Alexy en este mismo sentido, las objeciones de irracionalidad o subjetivismo "valen en la medida en que con ellas se infiera que la ponderación no es un procedimiento que, en cada caso, conduzca exactamente a un resultado. Pero no valen en la medida en que de ellas se infiera que la ponderación no es un procedimiento racional o es irracional"(50) . Sin embargo, ese carácter valorativo me parece que está en el fondo de las críticas formuladas a la ponderación como espita abierta al decisionismo y a la subjetividad judicial en detrimento de las prerrogativas del legislador. En realidad, aquí laten dos cuestiones diferentes, la relativa al margen de discrecionalidad que permitiría en todo caso la ponderación y la de la legitimidad del control judicial sobre la ley, que no sin motivo suelen aparecer entremezcladas. Este es el caso de Habermas, para quien la consideración de los derechos fundamentales como bienes o valores que han de ser ponderados en el caso concreto convierte al Tribunal en un negociador de valores, en una "instancia autoritaria" que invade las competencias del legislador y que "aumenta el peligro de juicios irracionales porque con ello cobran primacía los argumentos funcionalistas a costa de los argumentos normativos"(51) . La alternativa para un tratamiento racional del recurso de amparo consiste en una argumentación deontológica que sólo permita para cada caso una única solución correcta, lo que implica concebir los derechos como auténticos principios, no como valores que puedan ser ponderados en un razonamiento teleológico; se trata, en suma, de "hallar entre las normas aplicables prima facie aquella que se acomoda mejor a la situación de aplicación, descrita de la forma más exhaustiva posible desde todos los puntos de vista"(52) .Entre nosotros, esta es una tesis compartida por alguna doctrina que ya comentamos y que parece empeñada en una delimitación tan rigurosa de las esferas iusfundamentales que, a la postre, todo conflicto resulta aparente, pues siempre existirá un principio o derecho adecuado al caso, con exclusión de cualquier otro. Si he entendido bien, desde esta perspectiva la ponderación no es necesaria porque no puede ocurrir - y, si ocurre, será sólo una apariencia superable - que un mismo caso quede comprendido en el ámbito de dos principios o derechos tendencialmente contradictorios; siempre habrá uno más adecuado que otro y, al parecer, incluso podemos encontrarlo sin recurrir a las valoraciones propias de la ponderación(53) . A mi juicio, estas críticas a la ponderación responden a una defectuosa comprensión de las que antes llamamos antinomias externas, en concreto o propias del discurso de aplicación. Para Habermas, la coherencia sistemática que se predica de las normas constitucionales en el plano de la validez parece que puede prolongarse racionalmente en el plano de la aplicación, y por ello un principio no puede tener más o menos peso, sino que será adecuado o inadecuado para regular el caso concreto, y siempre habrá uno más adecuado(54) . Pero sorprende la ausencia de procedimientos o argumentos alternativos en orden a perfilar el contenido estricto de cada norma y su correspondiente adecuación abstracta a un catálogo exhaustivo de posibles casos de aplicación. Según creo, esto sólo resultaría viable si fuésemos capaces de establecer relaciones de especialidad entre principios y derechos constitucionales, algo que, como hemos visto, no parece viable. Por otro lado, creo que la crítica de Habermas parte de una deficiente comprensión del método de la ponderación. Porque no se trata de decidir "acerca de en qué grado han de cumplirse en cada caso los valores que compiten entre sí", como si éstos "hubieran de cumplirse en medida diversa en cada caso"(55) . Como hemos intentado mostrar, la ponderación desemboca en el triunfo de uno de los principios en pugna, no en la búsqueda de un punto intermedio que en parte sacrifique y en parte dé satisfacción a ambos. Por eso, no hay dificultad en aceptar que "la validez jurídica del juicio o fallo tiene el sentido deontológico de un precepto, no el sentido teleológico de lo alcanzable"(56) . El fallo es efectivamente una regla, que propugna la adecuación de una de las normas en conflicto y la consiguiente inadecuación de la otra en orden a disciplinar el caso concreto; pero es una regla obtenida a partir de la ponderación de los principios o derechos conflictivos. En resumen, la ponderación no representa un esfuerzo para la armonización de lo tendencialmente contradictorio, tarea que no hace ninguna falta, sino un juicio orientado a determinar qué norma debe regular un caso que, en principio, puede ser subsumido también en otra norma de sentido contrario. Un juicio orientado, pues, a la búsqueda de la norma adecuada, por más que esa búsqueda permita distintas argumentaciones no irracionales y permita, por tanto, soluciones dispares(57) . Una segunda linea crítica, entrelazada con la anterior, se refiere específicamente a la inconveniencia de la ponderación en los procesos sobre la constitucionalidad de la ley. Jiménez Campo, que no tiene "ninguna duda sobre la pertinencia del control de proporcionalidad en la interpretación y aplicación judicial de los derechos fundamentales"(58) , opina, sin embargo, que el enjuiciamiento de la ley "no perdería gran cosa, y ganaría alguna certeza, si se invocara menos - o se excluyera, sin más - el principio de proporcionalidad como canon genérico de la ley"(59) . Todo parece indicar que esta diferencia no obedece a motivos lógicos, sino políticos o constitucionales(60) . En efecto, la ponderación sugiere que toda intervención legislativa, al menos en la esfera de los derechos, requiere el respaldo de otro derecho o bien constitucional, de modo que "la legislación se reduciría a la exégesis de la Constitución". Pero "las cosas no son así, obviamente ... la Constitución no es un programa"(61) . Ciertamente, esta opinión se inscribe o podría servir como argumento complementario a las posiciones que de un modo más general ponen en duda la legitimidad democrática de la fiscalización judicial de la ley, o que proponen límites o restricciones a la misma(62) , cuestión que no procede analizar aquí con detalle. Con todo, si bien es verdad que "la Constitución no es un programa", también debe ser cierto que hoy es algo más que la norma normarum kelseniana, reguladora sólo de la producción jurídica y, si se quiere, garantía de la democracia política. La Constitución es un documento "rematerializado", lleno de principios y derechos sustativos que, si bien se propugnan como coherentes, producen inevitables tensiones en su aplicación y también en su proyección sobre la actividad legislativa. Aunque la Constitución no modele exhaustivamente el orden social, pues si lo hiciera estaría de más la democracia y terminaría siendo normativamente cierto eso de que "todos los gobiernos son iguales", tampoco es un simple límite procedimental o de garantías mínimas; representa, cuando menos, un proyecto en el caben distintos programas, pero no todos, y que, en determinadas esferas, suministra criterios materiales o sustantivos, a veces con el carácter tendencialmente conflictivo que hemos visto. Lo que ocurre, a mi modo de ver, es que precisamente en la ponderación de la ley uno de los principios que entran en juego es el de la libertad configuradora del legislador, que opera siempre como argumento en favor de la conservación de la norma. Pero, como las demás libertades o principios, en su aplicación concreta también el principio mayoritario o democrático ha de poderse conjugar con los demás y, por qué no, habrá de ceder cuando no sea capaz de superar el juicio de razonabilidad del que venimos hablando. En resumen, no es preciso compartir todas las opiniones de Zagrebelsky(63) (aunque conviene atender a la mayoría) para aceptar que la legislación configuradora de los derechos o que interfiera en su esfera ha de reunir unas dosis de racionalidad que no le eran exigibles en el marco del Estado liberal decimonónico, donde la sola "legitimidad de origen" bastaba para justificar la ley. Hoy esa legitimidad de origen sin duda autoriza una amplia discrecionalidad política, cuyos fines no han de concebirse como una "ejecución" de la Constitución, pero ésta presenta a su vez un amplio conjunto de límites sustantivos que, en la medida en que interfieran o aparezcan en la acción legislativa, han de poder convivir con los demás. Todo ello sin contar que los perfiles de principios o derechos son cualquier cosa menos nítidos o precisos, sin que la apelación a la vaporosa cláusula del contenido esencial que, a su vez, parece apelar a la "tradición de la cultura jurídica"(64) , resulte más tranquilizadora, es decir, reporte más racionalidad. Una racionalidad que no equivale a la pura y simple sustitución del legislador por el juez, sino sólo al establecimiento de barreras últimas que pretenden situarse más allá de lo discutible. Al menos si nos atenemos a la rigurosa jurisprudencia al respecto(65) , resulta que el hipotético control sobre el legislador no persigue el triunfo de una racionalidad "mejor", sino el remedio a una absoluta falta de racionalidad; y ello tampoco de forma indiscriminada, sino sólo cuando resulta afectado un derecho fundamental(66) . Por otra parte, si de lo que se trata es de mantener el respeto a la autoridad democrática del legislador, tampoco acabo de entender que se rechace la ponderación en el control de las leyes y se acepte en los procesos ordinarios de aplicación de los derechos(67) , pues, a la postre, en esta ponderación aparecerá con frecuencia involucrada una ley. En realidad, la fiscalización abstracta de las leyes podría desaparecer sin gran merma para el sistema de garantías. Lo que no podría desaparecer es la defensa de los derechos por parte de la justicia ordinaria, cuyo primer y preferente parámetro normativo no es la ley, sino la Constitución; y, sin embargo, es aquí donde parece aceptarse la ponderación, que deberá conducir en muchos casos a la ponderación de la ley. Como observa Ferrajoli, una concepción no meramente procedimentalista de la democracia ha de ser "garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos y no simplemente de la omnipotencia de la mayoria" y esa garantía sólo puede ser operativa con el recurso a la instancia jurisdiccional(68) . En fin, se dirá tal vez que desde la perspectiva de la ponderación se amplía de forma ilimitada la esfera de los derechos individuales en detrimento de otros bienes constitucionales, o que todo problema jurídico acabará por plantearse en términos de limitación de principios o derechos, con el esfuerzo argumentativo que ello supone. En relación con el primer aspecto, no creo que las consecuencias sean tan perturbadoras: que una cierta conducta infractora sea tratada inicialmente como un caso constitucional o relativo a derechos fundamentales, no significa en modo alguno que al final resulte tutelada, dado que -si el legislador se muestra moderadamente racional, y esto hay que suponerlo en un sistema democrático - la ponderación pondrá de relieve las buenas razones que asisten a la ley limitadora: no hay riego de "anarquismo jurídico", pues en la mayor parte de los casos el resultado será el mismo tanto si consideramos que la ley en cuestión representa un límite al derecho como si entendemos que la esfera de éste resulta por completo ajena a la conducta debatida. La virtualidad de la perspectiva aquí adoptada es que en la zona de penumbra donde resulta discutible si una conducta está o no en principio incluida dentro del contenido de un derecho, se impone un ejercicio de justificación o ponderación, esto es, de racionalidad antes que de autoridad. El segundo aspecto está intimamente relacionado con el anterior: no hay riesgo de que todo conflicto jurídico requiera de una compleja argumentación en base a principios o derechos fundamentales, pues, insisto, en los casos claros tal argumentación será superflua; la distinción de Alexy entre casos potenciales y actuales de derechos fundamentales es aquí pertinente(69) . Pero como la frontera entre los casos claros donde están en juego libertades (actuales) y los casos claros en que no lo están (potenciales) es a su vez una frontera oscura, variable y subjetiva, la exigencia de ponderación conserva todo su sentido. |